Se cumplió un año de la nueva ley de alquileres, la segunda que el Congreso trata y vota en la “nueva democracia”, la iniciada en 1983, luego de la dictadura cívico militar que fue contundente y sobre todo concluyente con el ciclo de protección de alquileres de vivienda que había iniciado el Primer Peronismo.
La Ley de Alquileres sancionada hace un año, no va a ser exhibida en el Museo de la Revolución Peronista. No alcanza la plenitud de derechos ni el cenit de justicia. No, ni mucho menos.
Pero sin embargo, tiene el suficiente rechazo activo del establishment y los editoriales de la prensa seria. Y aún los que la respaldaron prefieren salir de escena, como si fuese un conflicto marginal, excluyente del debate político.
La Argentina fue quizás, en el continente, el país más avanzado en materia de derechos inquilinos. Desde mediados de la década del 40 del siglo pasado y hasta mediados de los 70, la vivienda fue considerada un bien social.
La década peronista inauguró la política de derechos de acceso a la vivienda alquilada más democrática y popular de nuestra historia: determinó los precios de los nuevos alquileres, obligó a los especuladores a alquilar sus viviendas, creó el único organismo nacional de control y penalización (la Cámara de Alquileres) y fue la época de la menor incidencia del gasto de alquiler en los ingresos de los trabajadores.
En una sociedad con pleno empleo, jubilaciones dignas, paritarias, sindicalización y dirigencia con conciencia nacional, la renta, el vivir de rentas era algo especial, un negocio de minorías. Ni siquiera había departamentos para vender, porque los edificios no eran subdivisibles, tenían un solo dueño, un rentista que alquilaba viviendas.
El Peronismo duplicó el acceso a la propiedad, realizó la ley de propiedad horizontal y desarrolló como ninguno complejos de vivienda para familias trabajadoras, y muchas ciudades de pequeños propietarios.
La Argentina que se dedicó a liquidar industrias y trabajo -puerta de entrada a la especulación financiera-, potenció la libertad de contratación y la libertad de precio para alquilar, y abrió las puertas a una clase rentista más diversificada.
Las crisis sucesivas fueron transformando el alquiler de vivienda en un asunto de negocios multiplicados, con trabajadores cautivos que si no aceptan las condiciones del mercado no tiene otra opción que ocupar tierras o dormir bajo las estrellas y morir en una vereda.
No quedaron alternativas. El debate de 1984 en el Congreso mostró los límites y los temores heredados de la dictadura, en un país maniatado por el endeudamiento externo.
Y de ahí en adelante solo tuvieron buenas noticias los que viven del negocio. En cambio, los que tienen que vivir de sus ingresos, fueron comprobando que la voracidad del mercado no tiene límites.
Casi cinco años nos llevó la discusión en el Congreso de una ley de alquileres que una vez votada ha tenido la resistencia más enérgica, mediática e intensa en cien años de legislación locativa.
Y en el marco de la disputa por la renta habrá que insistir en que es el Estado el que debe decidir cuánto sale habitar una vivienda que está vacía, ociosa, que no tiene uso familiar, y cómo se debe comercializar. Porque la vivienda es un asunto demasiado serio para seguir dejándola en manos del mercado.